Parece que a los representantes de los partidos políticos, a unos más que a otros, les encanta azuzar a la parroquia para que tomen partido por sus peleas electoralistas. Plantean un panorama apocalíptico en el que estuviéramos a punto de la guerra civil, olvidando que favorecer la convivencia debería de ser su primordial objetivo.
Uno de los temas más recurrentes para esta confrontación suele ser la inmigración. Las manifestaciones contrarias a la llegada de emigrantes, a “los de fuera”, se repiten, mientras muchas voces parlamentarias se oponen a la libre circulación de personas, obviando que la humanidad lleva emigrando desde sus albores y la mayoría de los países se han conformado con habitantes llegados de fuera.
Las vicisitudes de muchas de las personas que llegan a nuestras playas muestran la desesperación de quien se juega la vida para dejar atrás familia, amigos, país... y acabar en una chabola de temporero en unas condiciones en algunos casos peores de las que tenían en su lugar de origen. Desplazados por violencia extrema, carencia de agua y alimentos, falta de derechos, persecución política, etc no ven otra salida que buscar un destino donde poder vivir en paz.
Las vallas, la vigilancia fronteriza, las aduanas, establecen quiénes quedan fuera de la ecuación y quiénes pueden quedarse: el tamaño de su cuenta corriente vencerá cualquier impedimento. Los países con mejor nivel de vida envejecen y hace falta mano de obra que costee los servicios: la población se nutre de otras etnias que muchas veces son señaladas como chivo expiatorio y se convierten en el blanco de los insatisfechos.
“¡No son como nosotros! ¡Son los responsables de la falta de empleo, de la saturación de la sanidad, copan las ayudas asistenciales, son delincuentes, están poniendo en peligro nuestra cultura, nuestra identidad...!”, braman en las declaraciones públicas los prebostes. “Hay que conservar nuestras tradiciones, nuestras creencias, nuestro acerbo, nuestra historia. No podemos poner en peligro nuestra identidad”.
Y es curioso que tanta gente considere la identidad como algo excluyente y que para reafirmar la propia haya que rechazar las otras: que para hacer valer nuestra individualidad haya que seleccionar un solo aspecto renunciando al resto de influencias que recibimos a diario. Las voces que ensalzan nuestros (supuestos) valores patrios nutren de anglicismos su conversación, consumen ocio estadounidense, visten ropa fabricada en oriente, se alimentan de frutos tropicales, hablan por un móvil coreano, compran muebles daneses, conducen coches alemanes, bailan ritmos caribeños, presumen con diamantes africanos y se adornan con banderitas españolas... fabricadas en China.
Como dice Amin Maloof, el escritor franco-libanés, en su esclarecedor y sensato libro Identidades Asesinas, al hablar de la esencia personal: «¿Medio francés y medio libanés entonces? La identidad no está hecha de compartimentos, no se divide en mitades, ni en tercios o en zonas estancas. Y no es que tenga varias identidades: tengo solamente una, producto de todos los elementos que la han configurado mediante una “dosificación” singular que nunca es la misma en dos personas. Todos deberían poder incluir, en lo que piensan que es su identidad, un componente nuevo, llamado a cobrar cada vez más importancia: el sentimiento de pertenecer también a la aventura humana».
Aquélla que comenzó en África cuando la humanidad inició su andadura... cuando todos los de nuestra especie éramos negros.
Suyo, afectadísimo: Juanito Monsergas.