jueves, 27 de diciembre de 2018

TESTAMENTO MORTAL (O qué hacer conmigo si me muero mal)


Hay algo peor que la muerte y es morirse mal. Hacerlo de forma defectuosa y no acabar de fenecer. ¡Cuánto sufrimiento rodea a aquellas personas que se van sin acabar de irse! Cuerpos agónicos carentes de personalidad que mal mueren sin remisión. Personas que han perdido su identidad y su memoria forjadas en experiencias, momentos y situaciones que, bien un fulminante ictus o una demencia paulatina, han provocado una muerte parcial y dilatada. Cáscaras vacías con un cuerpo que a duras penas agoniza o donde el recuerdo, la voluntad y la comunicación han desaparecido. Seres queridos convertidos en extraños que sufren y nos hacen sufrir. Organismos  agónicos de mente angustiosamente lúcida. Realidades cotidianas que suponen un gran esfuerzo de profesionales, familia y allegados de las personas afectadas por estas circunstancias, que son muchas.

No sé desde cuando hemos perdido el poder de decidir sobre nuestra vida y por tanto sobre nuestra muerte. Quién se arrogó el derecho de hacernos vivir contra nuestra voluntad e incluso obligarnos a prolongar una agonía sin sentido, una existencia huera y dolorosa dentro de un envoltorio vacío ajeno al mundo que nos rodea. La mayoría de las plazas de residencias y geriátricos son de grandes dependientes y hay muchas familias desbordadas por una existencia inane que las devora. Almacenes residuales de pena y desconsuelo no exentos de cuantiosas plusvalías. ¿Qué sentido tiene alargar la agonía? ¿Acaso cumplir con una moralina religiosa falsa y constreñida que ha empapado de superstición e irracionalidad nuestras leyes y costumbres?. ¿Un dogma cruel y sin sentido que prefiere vernos sufrir antes que rectificar su despótica intransigencia?. ¿Qué dios es ése que permite tanta iniquidad?.

Pero lo que a mi entender resulta inaceptable, al margen del mayor o menor padecimiento que el final de la vida nos depare, es que nos obliguen a vivir contra nuestra voluntad. Que no tengamos, entre los derechos fundamentales que nos corresponden como seres humanos, el de poder decidir en qué casos no queremos seguir viviendo o cuando reclamamos ayuda para morir dignamente. Reivindico la legitimidad de que no se nos maltrate, de que, habiendo medios, no se nos haga sufrir gratuitamente y, por encima de todo, exijo el derecho a disponer como acabar mis días. Nadie tiene derecho a hacernos vivir una existencia indeseada.

Reitero pues, en el presente escrito, mi firme voluntad de elegir el momento de mi muerte y, si las circunstancias me lo impidieran por carecer de voluntad, consciencia o facultad decisoria, siendo patente mi carencia de autonomía, inteligencia y posibilidad de comunicación, se me faciliten los medios necesarios para que la persona o personas por mí designadas sean portavoces de mi decisión ante los facultativos que me puedan ayudar a morir. Me niego a que mi cuerpo siga con vida una vez que mi personalidad, mi mente y mi identidad se hayan esfumado y yo me haya convertido en un ser ajeno a aquel que fui.

Nada hay tan natural como el morir y no puede entenderse la vida sin la muerte. Aceptarla es aceptar la vida y reconciliarse con uno mismo. Por eso quien niega la muerte está negando también la propia existencia, la humanidad, a sí mismo y a los demás. Porque, como decía Mark Twain, el miedo a la muerte es el resultado de tenerle miedo a la vida.

Suyo, afectadísimo: Juanito Monsergas