viernes, 18 de marzo de 2022

Tolerancia cero


Los medios de comunicación se afanan en mostrarnos una y otra vez las imágenes desgarradoras de quienes se ven salpicados por la invasión de Ucrania y muestran, profusamente, los gestos de resistencia de la población así como las muestras de solidaridad y condena de la comunidad internacional. Los gobiernos envían ayuda humanitaria pero sobre todo militar y aplican sanciones económicas, asegurando que tales acciones ayudarán a detener la guerra y la población civil pone en marcha iniciativas de todo tipo para mostrar su rechazo a la incursión armada rusa. Las manifestaciones se suceden a lo largo y ancho del planeta y las tertulias se llenan de apologías de la democracia, la libertad y el civismo, evaluando los pormenores del conflicto e incluso las medidas que se deberían de tomar.


Por todas partes surgen iniciativas para hacer visible el descontento con la ofensiva rusa y aquí y allá se veta la participación en eventos internacionales: festivales musicales en los que se expulsa a concursantes rusos, competiciones deportivas en las que se suspende su participación, medios de comunicación de aquel país censurados, cursos sobre literatura rusa suspendidos, proyecciones de películas rusas que se cancelan, estudiantes rusos en universidades occidentales a los que se invita a abandonar las aulas e incluso a algún pobre tendero de esa nacionalidad al que el vecindario deja patente su rechazo apedreando su modesto establecimiento. Boicot a Rusia, rechacemos cualquier signo del enemigo común, condenemos al ostracismo cualquier aspecto de su identidad para denunciar su barbarie. Sin embargo, no faltan personas en Rusia que, venciendo el miedo y arriesgando su integridad, se exponen a multas y cárceles por disentir públicamente de las acciones de su ejército o incluso por mostrar una hoja en blanco. ¿Les reclamamos heroicidad desde nuestra cómoda existencia al otro lado del televisor?


Y este belicismo emocional que establece un “nosotros y ellos”, una trinchera que diferencia a quienes acumulan agravios y a quienes los producen, ese relato construido en nuestro imaginario social que diferencia a “respetuosos” e “intolerantes”, establece dos bandos hostiles y excluyentes, impermeables entre sí, incapaces de reconciliar y ni tan siquiera de reconocer. Al adversario lo primero que se le niega es la entidad, la esencia y, por supuesto, sus convicciones y aspiraciones. Y así, en una pirueta argumental consecuente, se descalifica al contrincante con el fundamento que se pretende combatir.


Con el enemigo no se transige, quien no respeta nuestras reglas no merece consideración, con la violencia tolerancia cero... o lo que es lo mismo, con el fanatismo: intolerancia. ¿Seguro?


Suyo, afectadísimo: Juanito Monsergas



MASCARILLA

 

Una de las imágenes que más me impactó de chaval y que me acompañará mientras viva, fue la foto de los cuerpos y cadáveres que encontraron en los campos de concentración alemanes los primeros soldados que entraron tras la huida de las tropas nazis. Muertos reunidos en grandes montones compartían las imágenes con figuras desnudas de piel y hueso, caras sin carne rematadas por unos ojos inundados del horror que habían soportado. La ignominia de aquellas escenas se quedaron grabadas en mi cerebro y aún hoy mi memoria las rememora como si las acabara de ver. ¿Quién podía llegar a hacer eso a un ser humano? ¿A qué punto hay que llegar para infligir tanto sufrimiento a los miles de miles de personas que pasaron por aquellas genocidas prisiones? ¿Quién en su sano juicio podía asistir a tanta degeneración? ¿Cómo colaborar en semejante vileza sin desear morirse? ¿A qué punto de locura hay que llegar para realizar tal canallada a un semejante? Intento entender a quienes de una forma u otra colaboraron, disculparon o incluso soportaron aquellas matanzas en frío, sin el edulcorante de la batalla, con la disculpa de otros tiempos cegados por la desesperación del hambre y la fe deslumbrante de los iluminados, de la obediencia debida sumergida en el enardecimiento del rebaño y del miedo... pero sigue sin caberme en la cabeza. Por eso, cuando hoy veo gente a mi alrededor que disculpa e incluso aplaude tamaña infamia, que jalea los símbolos que llevaron al ser humano a aquella locura, que banaliza el sufrimiento y retuerce la historia desde la comodidad de su complacencia, me empuja a renunciar a mi condición humana y desear una hecatombe que borre la infamia de nuestra existencia.


Cuando escucho a consejeros y diputados frivolizar con el sufrimiento de tanta gente que no puede dar de comer a sus hijos, incapaces de calentar su mísero hogar o incluso carecer de unos mínimos de electricidad, agua o habitabilidad, viviendo en chabolas azotadas por el agua, el frio, rodeados de barro y miseria, que huyeron de zonas donde la vida vale menos que la bala o el machete que acaba con su frágil existencia, personas que se lanzan al rigor de un mar que juega con sus débiles embarcaciones, que recorren miles de kilómetros huyendo de una tierra (esquilmada por la avaricia de empresas que engordan sus dividendos desde una distancia vital aún mayor que la física), devastada por la miseria de una pobreza extrema y unas guerras alimentadas por la insensibilidad de un mercado armamentístico cuyos beneficios son proporcionales al dolor causado, siento un asco indecible que me hace aborrecer mi plácida vida, temerosa de una liviana enfermedad, que una legión de atenciones me ayuda a sortear el inevitable deterioro de una vejez estirada hasta la decadencia más absoluta.


¿Y qué decir del cinismo machista de aquellos y aquellas que tratan la violencia ejercida sobre las mujeres, cuya herencia se pierde en la noche de los tiempos, defendiendo una supremacía absurda y arbitraria, retorciendo las palabras para acomodarlas a sus disparatados argumentos, que niegan una realidad cruel de abuso y posesión contra la (supuesta) amada compañera y coloca a nuestra especie por debajo de la atrocidad animal, que elimina a las crías ajenas para perpetuar la supremacía genética por el mero deseo de causar dolor a la madre?. Maltrato inhumano y lacerante ejercido por la exclusiva razón de la fuerza y la vesania atrocidad de su barbarie y de sus miedos. Por lo visto no es suficiente la evidencia de los incuestionables hechos para deformar el lenguaje, escondiendo con espurios eufemismos las agresiones, mortales en muchos casos, padecidas por el simple desvarío de su demencia. No puedo comprender la iniquidad del hombre que se degrada desatando su furia irracional, pero aún me cuesta más admitir la connivencia de algunas mujeres que le acompañan en la justificación de esa explosiva demencia.


Por último, en el colmo de este batiburrillo que puebla la nave de los locos de esta humanidad que se desboca hacia su propia desintegración, no puedo obviar los abusos de clérigos, curas y sacerdotes ejercidos contra la infancia a la que ven como objeto de su enfermizo y depravado deseo sexual que, valiéndose de su preeminente posición social, la ventaja de su edad y la cobardía de su superioridad, arruinan la vida de menores indefensos confiados a su cuidado y sin capacidad de reacción o incluso faltos de credibilidad por su condición de infantes. Ellos que pregonan moralidad, que se constituyen en guías espirituales, amparados por una iglesia todopoderosa que los encubre y ampara, esquivando las leyes terrenales con una supuesta hegemonía que trampea las mas elementales reglas de la equidad y la justicia. Adefesios atemporales ajenos a la evolución y el conocimiento, que ejercen sus inconcebibles ritos aprovechándose del miedo y la aprensión humanas para sacar tajada de vivos y muertos. Reniegan de la sexualidad pero se erigen en autoridad en el tema decretando cómo han de ser nuestros afectos, renuncian a los bienes terrenales que acumulan con fruición y rapacidad, su reino no es de este mundo pero se instituyen como el poder más longevo del planeta traspasando su dominio más allá de las fronteras y dan lecciones a los gobiernos de cómo se han de administrar cuando, ajenos a los principios de la democracia, ejercen su poder absolutista.


El trabajo, la valentía y la generosidad han hecho avanzar a la humanidad en su periplo vital consiguiendo altas cotas de bienestar. Quizá sea hora de que alguien descubra una mascarilla mental que nos proteja de tanta iniquidad, mentira y atropello. Una FFP7 por lo menos.


Suyo, afectadísimo: Juanito Monsergas



domingo, 13 de marzo de 2022

Son cosas que pasan

 

La cruenta invasión de Ucrania nos ha pillado a la población europea por sorpresa y nadie pensaba que el horror de este conflicto armado pudiera ocurrir en el centro de nuestro desarrollado continente en pleno siglo XXI. Las imágenes de la sinrazón belicista, profusamente difundidas por los medios de comunicación en su aspecto emotivo y humano y tan parcas en su contexto geopolítico, nos hielan la sangre y vaticinan negros nubarrones que nos retrotraen al espanto de una confrontación mundial.


Bien es cierto que, últimamente, no ganamos para sustos y que esta debacle bélica se ha venido a sumar a un conjunto de crisis (económica, sanitaria, demográfica, ecológica, energética...) que no parecen tener fin y que nos deja a la ciudadanía inermes e indefensos.


¿Cómo es posible que, en plena era del conocimiento, cuando la ciencia prácticamente ha conseguido descifrar el secreto de la “piedra filosofal” del saber, no hayamos podido ver venir estas vicisitudes?


Los repentinos acontecimientos parecen ahondar en la fragilidad del ser humano y en los caprichos del destino: el hombre propone y algún dios dispone.


La ruina financiera de la mayoría de la población no se debe a la avaricia de los que optaron por la desregulación bancaria y el “pan para hoy y el que venga detrás que arree”, sino por los misteriosos arcanos de la incomprensible economía.


El desastre ecológico que amenaza la supervivencia no ha sido causado por el agotamiento y la sobreexplotación de los recursos naturales ni la codicia de las multinacionales, sino fruto del azar y la casualidad.


La pandemia sanitaria de la Covid, no se ha visto agravada por la superpoblación y el tráfico desmedido sino por el capricho del destino que ha querido castigar la soberbia del homo sapiens.


La guerra de Ucrania no es fruto de la decadencia de las superpotencias en su lógica armamentística que se disputan su hegemonía abusiva y totalitaria, sino por el insensato agravio inflingido por el enemigo de la patria.


Y ya puestos, por qué no pensar que el desmedido encarecimiento de la energía no es consecuencia de una regulación perversa, la rapacidad de las multinacionales en busca de un desmedido beneficio económico y la aquiescencia de los gobernantes sumisos a su codicia cortoplacista sino al azar del veleidoso mercado.


Podríamos considerar incluso que, el ascenso del nacismo en España no tiene nada que ver con los paños calientes y la sumisión de los gobiernos sobrevenidos tras la Transición, que nunca han querido reconocer la herencia de aquel nacional catolicismo, tan afín al genocida y fascista Tercer Reich, que sojuzgó las ansias democráticas del pueblo español, sino que ha emergido por ciencia infusa, producto de la casualidad y la chiripa.


Los acontecimientos ocurren por casualidad, son sucesos que pasan y no se pueden achacar a causas que los motivan. Eventualidades que nada tienen que ver con responsabilidades de nuestros actos. Son cosas que pasan incomprensiblemente y nos pillan por sorpresa. ¿O es que alguien piensa lo contrario?


Suyo, afectadísimo: Juanito Monsergas



viernes, 4 de marzo de 2022

NO A LA GUERRA

 

Cuánto tiempo hace que no escucho aquello de... “que se pare el mundo que me bajo”, pero esa es la sensación que tengo ahora mismo. Desde el crack del 2008 se nos han ido acumulando las crisis y ahora nos encontramos estrenando una guerra a las puertas de casa, sin saber si al final uno de los gibones del laboratorio geopolítico apretará el fatídico botón rojo.


Las imágenes de la tragedia dan buena cuenta del drama que está viviendo tanta gente como consecuencia de la contienda y hace presagiar que las cosas pueden empeorar y que, probablemente, casi todos nos veamos perjudicados por sus efectos colaterales: desabastecimiento, crisis energética, extensión de las hostilidades, desplazados...


La intervención en el conflicto parece ineludible, aunque no falte controversia a la hora de apoyar a EEUU, un Estado que no respetó los acuerdos con Gorbachov de 1991, violó el derecho internacional en sus incursiones en Yugoslavia e Irak sin el aval de la ONU, contravino el Acta Fundacional sobre relaciones Mutuas, Cooperación y Seguridad Rusia-OTAN de 1997, poniendo en cuestión los acuerdos de desarme nuclear del tratado sobre Misiles Antibalísticos de 1972, impulsó el reconocimiento de Kosovo, violando nuevamente el tratado internacional y abandonó el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio en 2019, para enfrentarse al autócrata ruso que, saltándose también el derecho internacional, intervino militarmente en Georgia en 2008, ocupó Crimea, no tiene demasiado empacho en eliminar a disidentes y finalmente ha decidido invadir Ucrania a sangre y fuego, vulnerando la integridad territorial del país vecino.


No a la guerra. Parece fácil de decir y no tiene pinta de tener más trascendencia que clamar contra la estupidez, cuando muchas regiones en el mundo están sufriendo la misma lógica militar ante la indiferencia internacional. Con la perspectiva de que las guerras hace años que no tienen fin (Afganistan, Siria, Irak, Libia, Palestina, Yemen...) y que tantos mandatarios no tienen que dar cuenta de sus atrocidades dictatoriales, se augura un futuro bastante negro. Y más si al mono le da por jugar con las ojivas nucleares.


Según me contó hace ya muchos años Eugenio Menaya, abnegado pintor, excelente persona y gran conocedor del Carnaval pamplonés anterior a Primo de Rivera), el inventor de la bomba atómica era un guardia municipal de Pamplona, un tal Fradue (?), bastante chalado que, allá por los años veinte del siglo pasado, andaba con la idea de fabricar una fortaleza que terminase con las guerras. Lo llamó El Glóbulo Plano y parece ser que, entre los cachondos de la vieja Iruña , encontró seguidores y entusiastas que le hicieron diseños, planos y maquetas al dictado de sus indicaciones. Consistía en una plataforma cuadrada enorme, con unos globicos en las cuatro esquinas y uno grande en el medio, como una ciudadela volante, repleta de cañones, todos apuntando hacia abajo. Acudía allí donde había una guerra y a limpio tiro acababa con todo. Alimentada la locura por los guasones, el inocente “munipa” se sentía reconocido y hasta el Orfeón Pamplonés le hizo una coplilla que entonaba después de los ensayos:

Glóbulo, Glóbulo, Glóbulo Plaaaano,

el tormento del mundo serás,

el día que tu te eleveees,

las naciones sucumbirán.

Glóbulo, Glóbulo...”.


Con la merma de certezas que me proporciona la edad, me da en la nariz que a alguno no le parece tan mala idea resucitar tan genial solución.


Suyo, afectadísimo: Juanito Monsergas


Esterilización


Numerosas voces se alzan en contra de las medidas de control socio-sanitario que han impuesto distintos gobiernos para la contención y erradicación del virus del SARS-Cov2, argumentando el recorte de libertades que significa la obligatoriedad de vacunarse o de tener que presentar documentación al acudir a eventos, concentraciones o acceso a determinados sitios, con respecto a su estado de salud (el pasaporte Covid). Según ellos y ellas se vulnera su libertad de elegir si quieren o no admitir la vacuna y vulnera su intimidad. Las personas tienen derecho a decidir sobre su propio cuerpo y no pueden estar estigmatizados socialmente por no adscribir la recomendación gubernamental. Tanto en la culta e higiénica Europa como en los muy desarrollados Estados Unidos de América surgen altercados y manifestaciones en contra de las vacunas y las instrucciones profilácticas.


Resulta paradójico que, en este campo tan especializado y complejo como es la sanidad, no tengamos en cuenta las indicaciones que las autoridades sanitarias implementan para combatir una pandemia a la que se le empieza a poner límites y cuya letalidad se ha controlado parcialmente. La cifra, a nivel mundial, de 300 millones de infectados y 5,5 millones de muertos en tres años no es baladí aunque esté lejos de los 38 millones de muertos del VIH o los 30 o 40 que se llevó por delante la mal llamada Gripe Española, que contagió a un tercio de la población mundial. En otros momentos de la historia la Peste Negra (a mediados del siglo XIV) esquilmó la población europea que había pasado en los últimos años de 45 a 75 millones gracias a la relativa paz y buenas cosechas, y la redujo a 30 en seis años.


Desde la noche de los tiempos las plagas y enfermedades se han extendido por el planeta y a través de los años hemos sabido ponerle freno descubriendo su génesis y tratamiento, aunque, la mayor parte de las veces, la superstición y las malas decisiones han retardado y empeorado la situación. La Plaga de Antonino (viruela) en el siglo II mató a un 10% de la población y la Peste de Justiniano (peste bubónica) con origen en Etiopía y que más tarde se extendió por Egipto, Levante y Constantinopla, suprimió a 5 millones de personas en quince años. Ambas epidemias tuvieron una gran repercusión en la caída del imperio romano lo mismo que la Peste Negra propició el final del feudalismo. El Cólera ha estado presente desde el siglo IV a.e.c. hasta nuestros días, habiendo años durante el siglo XIX que morían por su causa entre 21.000 y 143.000 humanos y no fue hasta 1860 que se detectó la causa de la enfermedad.


Lo que se asemeja de estas enfermedades que asolan a nuestra especie es que afectan a todo el espectro social (con más incidencia entre las capas más desfavorecidas lógicamente, pero también a las clases privilegiadas), que se desconocían causa, tratamiento y prevención, que provocan un gran impacto emocional y una disminución drástica de la mano de obra y que las malas condiciones higiénicas o alimenticias suelen estar en el origen de estas plagas. Parece también bastante evidente que el incremento demográfico tiene mucho que ver en ello (hemos multiplicado por siete la población mundial en los últimos doscientos años) y en muchos casos ha supuesto un cambio en la organización social y los sistemas de producción y consumo. La ventaja que podemos tener ahora con respecto a otras calamidades anteriores es que contamos con ministerios de sanidad en casi todos los países con grandes conocimientos médicos, sistemas de comunicación que pueden coordinar cualquier iniciativa y una tecnología capaz de conquistar el espacio y descubrir los secretos de la vida.


Y si en esta desgracia que nos ha tocado en suerte padecer no se ven Conjuraderos, Triduos de Desagravio o penitentes que achacan estos males a nuestros pecados y mala vida, no faltan los que hacen caso omiso de estas afecciones y, a pesar de no tener conocimiento médico ninguno o desoyendo el dictamen colegiado, reprueban las recomendaciones de los expertos. Vale de poco recordarles la historia o las evidencias científicas, les basta con sus corazonadas y creencias para rechazar una vacuna que les preserva de contraer la enfermedad o de padecerla gravemente. Parece que no se quiera ver que estos virus tienen una lógica y una forma de funcionar ajena a nuestras convicciones sociales, voluntades, opiniones y doctrinas: su forma de propagación y contagio es la que es y no la cambiaremos si no atendemos a su funcionamiento y a los conocimientos que tenemos de ellos. Negarse a la vacunación es negar la realidad y ponerse a sí mismo y a los demás en un riesgo gratuito y necio, además de menospreciar el esfuerzo de tanta gente, en especial del estamento sanitario. Parece que la historia nos ha enseñado la manera de combatir estas enfermedades pero todavía hay gente que ignora la realidad, se escuda en creencias supersticiosas y pretende esgrimir su capricho obviando el bien común.


Tal postura solo se puede mantener si se niega lo evidente, se ahonda en el desconocimiento y la insensatez o se está poseído por un espíritu tóxico que anula el intelecto. No digo yo que no tengan derecho a la vida pero igual había que pensar en esterilizarl@s.


Suyo, afectadísimo: Juanito Monsergas