miércoles, 4 de marzo de 2015

OCIO, NEGOCIO Y DESCANSO


Uno, que ha sido un aguerrido “cierrabares”, golfo y andarín “cum laude” durante muchos años, puede entender que la clientela de los garitos nocturnos, bien abrevada y, probablemente, con la inestimable compañía de varios especímenes de su misma calaña, condición y momento vital, no sea la más adecuada para darse cuenta de que, un piso más arriba (sí, sí, encima de este bonito tugurio donde nos emborrachamos tan alegremente y nos lo pasamos tan guay) hay gente viviendo que se está acordando de la santa madre del hostelero, de la familia nuclear de sus clientes, de la parentela extensa de los voceros que, a partir del segundo cubata tienen que radiar todas las estupideces que les viene a la lengua sin pasar por el cerebro, de los parientes lejanos de aquellos que piensan que la calle es un urinario gigantesco y los edificios en realidad son atrezo para su bonita curda y que tocarle los timbres al vecindario a las cinco de la madrugada es compartir la alegría que siente uno de estar vivo y si te mosqueas eres un rancio. Pero lo que no entiendo muy bien es qué coño hacen semejantes locuaces politoxicómanos a las cinco de la mañana por la calle, cuando los bares cierran a las dos y media (se supone). ¿Están dos horas y media paseando y no se les pasa el pedo? ¿Qué han tomado alcohol o gasolina?

Tampoco entiendo como se puede petar cada jueves la Plaza de Navarrería al completo, hasta el punto de no dejar ni siquiera una estrecha vereda cual desfiladero andino de 15 centímetros para el tránsito, ocupando toda su superficie, sentándose en el suelo como un gran picnic urbano, cambiando el bucólico césped por el adoquinado aderezado de orines caninos, escupitajos de tísicos, vómitos infantiles (y no tanto), detergente de las numerosas máquinas y efectivos de limpieza municipal y un sinfín de sustancias a cual menos potable y más venenosa. Mientras tanto el cinturón de jardines que rodea el casco viejo, el paseo fluvial y el resto de parques de esta lozana ciudad permanecen desiertos prácticamente todo el año. Es uno de los misterios sin resolver de esta singular Pamplona tan poblada de naturópatas y ecologistas.

Lo que sí me resulta comprensible es que los comerciantes hosteleros que han invertido su dinero en montar el chiringuito que los va a sacar de pobres y que supone un apetecible lucro cada fin de semana, no se acuerden de que el vecindario carece del mismo aliciente que ellos para socializar la calle y ofrecérsela a una legión de entusiasmados y efusivos achispados, por el mero hecho de sacar un barril a la calle y que tengan tan poca prisa en echar la persiana y, por ende, dejar de hacer caja. Ya lo dice la canción: el que tiene un duro quiere tener siete, el que tenga tienda que la extienda y es de dominio público que el comerciante genuino más que pensar contabiliza.

Lo que no resulta tan evidente (a menos que se descubran intereses espurios) es la desidia y la falta de iniciativa del gobierno municipal en la búsqueda de una solución que reprima los excesos de la clientela, aborde las ilegalidades de algunos cuantos garitos y regule de forma sensata un espacio esencial de la ciudad donde, antes que nada, viven personas, algunas de las cuales tienen auténticos inconvenientes en llevar una existencia soportable, porque todo el mundo tiene derecho a disfrutar de un innegable descanso y no tiene porqué tolerar una macrodiscoteca en la puerta de su casa. Las Schutzstaffel utilizaban en sus interrogatorios la falta de sueño para torturar a sus prisioneros. Los que conocen el método aseguran que es un martirio insoportable.


Suyo, afectadísimo: Juanito Monsergas

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