miércoles, 25 de julio de 2007

El rey debe morir


La caricatura de los príncipes aparecida en la portada de un semanario satírico en actitud indecorosa (?), ha provocado la intervención de la Fiscalía que ha instado al juez del Olmo a secuestrar los ejemplares e incoar expediente sancionador a revista y dibujantes. Pero semejante medida, lejos de conseguir silenciar el chiste, lo ha divulgado hasta convertirlo en chanza de dominio público.

Últimamente, las monarquías han ido perdiendo poder y su papel parece reducido a un testimonial reinar sin gobernar. La admiración popular que desatan no pasa de la que pueda tener una folclórica enganchada a cualquier plató de algarabía rosa o al del cantantillo promocionado desde algún concurso televisivo de tres al cuarto. Es como si estuvieran jubilados.

La grandeza de su trono, antaño identificada con la encarnación de dios y por tanto con derecho a disponer de cosas y personas a su albedrío y antojo, se ve a día de hoy reducida a un mero alborozo de ociosos desocupados, que les jalean como a cualquier mortal de efímera fama.

Se ha perdido toda pompa y boato con que eran investidos en las celebraciones más relumbrantes y majestuosas.

Quizá habría que devolverle a la realeza su carácter primigenio, de cuando los reyes (imbuídos todavía de su impronta sacerdotal) debían defender su cargo en el bosque de Nemi, antes de que otro pretendiente más joven, más vigoroso o más hábil le arrebatara el título por la fuerza de la espada.

O en el más sublime de los sacrificios, cuando eran condenados a muerte a la terminación de un plazo determinado o los elementos jugaban una mala pasada a las cosechas, rebaños y personas, indicando la quiebra de sus poderes naturales.

Con posterioridad, engañando a la liturgia y en aras de perpetuar su estirpe, introdujeron la impronta dinástica, sustrayéndole el carácter divino que había tenido hasta entonces. Primero buscaron un chivo expiatorio que ocupara su sitio en el altar (un prisionero, el tonto de la tribu o alguien con intereses contrapuestos) y con el paso del tiempo, un animal cuya sangre vertida sirviera para renovar el pacto de sumisión, aplacase la ira divina por nuestras imperfecciones y permitiera a la vida seguir ofreciendo sus frutos.

O quizá lo mejor sería actualizar de una vez por toda nuestras instituciones sociales y enterrarlos definitivamente en el baúl de la historia.

Y boca abajo, por si escarban.

En Pamplona/Iruña a 24 de julio de 2007
Juanito Monsergas

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