lunes, 13 de julio de 2015

SIESTA


El sol adormece la tarde mientras quien puede aprovecha un sueño que la noche festiva le robó. Un zumbido se aproxima hasta convertirse en el aleteo estruendoso de un helicóptero que lleva sobrevolando la ciudad todo el día. Cuando parece que amaina el ruido del artilugio volador un pitido impertinente e intermitente indica que la plataforma de un camión de reparto esta descendiendo o que, quizás, retrocede. Su sonido se mezcla con la barredora que, furiosamente, recorre aceras y calzadas con su cepillo motorizado haciendo añorar la imprescindible y silenciosa labor de los basureros de antaño que, lenta pero eficazmente, recogían nuestros desperdicios y se convertían en la cara amable y humilde de nuestro aseo callejero.

A poca distancia, un desharrapado acordeonista destroza por vigésimo quinta vez “Clavelitos” que resuena machaconamente y que los clientes de una terraza cercana premian con generosidad esperanzados de que cambie de emplazamiento. De repente el camión municipal irrumpe poderosamente para vaciar, con un conjunto de chirridos, frenazos, escapes y traqueteos, los contenedores de la basura que escupen su contenido atronando la calle, mientras una máquina riega el pavimento de agua jabonosa con un artilugio que espolvorea el detergente fumigado por chorros a presión e inunda el ambiente con una gigantesca burbuja desinfectante.

El estrepitoso golpeteo de un martillo compresor compite con el chirriante girar de una radial que, además de su insoportable estruendo, esparce el polvo pétreo de la piedra cortada a los cuatro vientos, como para justificar la multitud de máquinas limpiadoras que pululan a su alrededor. Al poco, el camión que recoge el vidrio se va dejando oír como un vía crucis ruidoso que se aproxima bar tras bar hasta que, llegado a nuestra altura, hace patente que se necesitan cascos audio protectores para soportar la caída del repleto contenedor o estar sordo, como el encargado de realizar tan escandalosa misión. Una disputa vial se dirime a base de bocinazos y los gritos e imprecaciones de los conductores son ahogados por el sonido del claxon. El incesante runruneo del tráfico se ve sorprendido por el estridente ulular de una sirena que acude veloz a sofocar la urgencia.

Sudoroso y sucio, el operario se afana con un compresor en quitar una pintada mural mientras un elevador emite su característico pitido indicando el descenso de la cabina. Las campanas de la iglesia llaman a los fieles tan escandalosamente que pareciera querer compensar su escaso aforo con el fervor de su badajo. Varios obreros cargan las metálicas piezas de un andamio desmontado esa misma tarde tan sonoramente como si conjurasen su duro trabajo lanzándolas con furia al remolque de un camión cuyo motor traquetea incansable.

Un niño desfila orondo por la acera con su flamante atabal recién estrenado, acompañando los incipientes redobles infantiles a una melodía machacona oída a sus mayores durante las fiestas que tararea feliz. “¡Chaval! Deja ya de joder con el tambor ¡coño! que queremos echar la siesta”.

Suyo, afectadísimo: Juanito Monsergas


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